La fría y penetrante brisa originada por el prominente relieve advierte que estamos cerca.
El paisaje que se nos presenta a ambos lados de la carretera corrige la pesadez de las horas de viaje.
El sonido seco al cerrar la puerta del coche, altera un silencio pactado entre los lugareños y el grandioso valle.
A sus pies mostrando alabanzas a los calizos picos, se ofrece el pintoresco pueblo de Torla. Mirador del majestuoso paisaje, fruto del perfecto engranaje entre naturaleza y hombre. En sus solitarias y estrechas calles, sus habitantes se refugian del duro invierno en pausadas rutinas.
El tiempo transcurre pero no te empuja, el aire te seda y el eco produce un duelo único con nuestro alrededor . Los caminos se recorren pero no se alcanzan y cada tramo describe una estampa con alma.
Profundos valles moldeados por rios que fraguan abruptos y vírgenes cañones, arropados por bosques de abejares y pinos. La alargada sombra de cimas que alardean su magnitud, despejados picos observatorios de las grandes rapaces y carroñeras. Vigías de senderos que arrastran versos de agua, desde su nacimiento hasta su ansiado destino en el mar.
El tiempo susurra silencio y por el vacío de la grandeza se desliza una intensa pausa, el brindis de la naturaleza con el inmenso infinito.
Al regreso no puedo evitar mirar atrás y ver en el reflejo de mis huellas un coctel de pureza, belleza y soledad.